(Un artículo de Rafael Cristóbal, Colaborador
de LANKI, Instituto Universitario de Estudios Cooperativos, publicado en DEIA
el 15 de septiembre 2015)
El paradigma cooperativo es simple en su
formulación y denso en su materialización. No es integrable únicamente en la
organización empresarial sino en toda forma de estructura societaria que aspire
a un objetivo. De hecho, su fundador, el sacerdote D. José María
Arizmendiarrieta, concebía la empresa en el centro de un entramado societario
más amplio que abarcaba la existencia humana en su totalidad: longitudinal, desde
la niñez hasta la ancianidad y transversal desde la salud hasta la escuela, con
sus dominios colaterales urbanísticos y ecológicos. La empresa ocupaba un lugar
central, como materialización democrática del mundo laboral y como factor
económico sustentador de estas instituciones sociales.
Este modelo que en su momento despertó la
admiración de cuantos soñaban con una sociedad más justa, emergía como una
innovadora vía en lo individual y lo colectivo, frente a los dos sistemas
antagónicos que en aquel momento ocupaban el campo convulso de la ideología
y la praxis social: el colectivismo marxista y el individualismo liberal
capitalista. Ambos tenían en común poner al Otro al servicio de sus propios
intereses: uno al servicio de la idea y el otro al del capital. El primero
tenía como herramienta el poder del estado en manos de la nomenklatura y el
segundo el poder del capital que controlaba los mecanismos del estado.
Esta innovadora vía hundía sus raíces en tres
tradiciones previas.
La primera raíz fue la doctrina social de la
Iglesia. Esta doctrina era predicada en el púlpito, pero en la argumentación
ideológica su referente era el pensamiento de Emmanuel Mounier con su Manifiesto al servicio del
Personalismo.
Este intelectual cristiano, traducía a términos filosóficos la esencia de la
tradición creyente hebrea y cristiana en lo que respecta al sujeto y al pueblo.
Frente a la
masa, reivindicaba la comunidad humana, y frente al individuo autocentrado, la
persona como Sujeto que, integrándose en
el pueblo, crece en armonía con él. Esta filosofía era la segunda raíz del
paradigma.
Pero, ¿por qué este paradigma cooperativo se
materializó en el País Vasco y más en concreto en la comarca de Mondragón? La
respuesta a esta cuestión nos conducirá a la tercera raíz. El País Vasco poseía
una larga tradición de individualismo paritario personificado en la figura del
jaube que, en las Juntas, dirime con otros semejantes los temas comunes.
Sociojurídicamente, este Ethos se expresaba en la Declaración de la Hidalguía
Universal promulgada por el Fuero. Estos rasgos societarios junto con el Ethos
de la valorización del trabajo como fidelidad a la objetividad, hacían de la
ferrona Comarca de Mondragón una tierra fértil para que fructificase el
paradigma empresarial cooperativo.
De estas tres raíces, surge el año 1955 la
primera materialización del paradigma cooperativo, que en su formulación más
concentrada consiste en “Un ser humano protagonista junto con otros de un
proyecto comunitario al servicio de los seres humanos que lo iniciaron y lo
construyen”. En este proyecto comunitario está contemplada la comunidad
sociocultural con sus estructuras e
instituciones, que proporciona a sus
protagonistas mentalidad, ética y aliento.
Y surge una última cuestión: si la
materialización de este paradigma surgió en un ámbito de cristiandad, de un
hondo aliento cristiano y enraizado en la tradición paritaria de la cultura
tradicional vasca, ¿qué futuro le cabe en un mundo atomizado postmoderno y
postcristiano? ¿En qué motor motivacional podrá sustentarse esta realidad
social y laboral engendrada en un centro parroquial de Acción Católica, situado
en una de las geografías más arraigadas en la tradición cultural vasca?
La respuesta nos viene de las ciencias
humanas contemporáneas. El paradigma cooperativo configura una estructura laboral
y social en la que el Sujeto y la Comunidad pueden desarrollarse en condiciones
óptimas. Porque en su versión más lograda, el sujeto se nutre del aliento de la
comunidad, y el colectivo deja de ser masa por acción del sujeto para ser una comunidad de seres humanos, libremente
cooperando en fines comunes.
Pero si este paradigma se encuentra entre las
fórmulas más excelentes de crecimiento humano, pues las ciencias nos dicen que
el ser humano no puede crecer sin una comunidad y la comunidad no puede existir
sin sujetos en libre asociación, este paradigma es igualmente exigente. Porque
el equilibrio entre sujeto y comunidad es muy frágil. Poderosas fuerzas
procedentes de su genoma primatico le empujan hacia el colectivismo de la masa,
versión moderna de la horda primitiva, bajo el dominio de un dictador. El socio cooperativo se
transforma en proletario, solamente motivado por el beneficio inmediato o la
evitación del castigo, y sus dirigentes en nomenklatura. Creatividad y aliento humanista habrán desaparecido.
Su futuro depende de dos factores:
vigilancia, para una permanente recreación del paradigma alejándose de sus
desviaciones, y cultivo del sujeto. El sujeto ha de ser educado y cuidado
en los ideales más elevados de cooperación. Y las instancias competentes
de la empresa han de estar vigilantes para que las fuerzas de la herencia primatica
no arrastren, como en el mito de Sísifo, la aventura cooperativa hacia los
fondos de los instintos humanos más primitivos, incompatibles con este proyecto
humanista.
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