Un
artículo de José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete, Profesor
de Moral Social Cristiana, Vitoria-Gasteiz.
Un
apunte de urgencia, tan injusto al generalizar como cierto en la experiencia
cotidiana, sería éste. La
cultura de “lo público” no existe en la sociedad española; lo
público se soporta y se padece; un paso más, y se sobreentiende que
aprovecharse de “lo público” es lo normal. El concepto bien común no
se reconoce y acepta como el de bien privado. El que reparte, se
sobreentiende que se queda con la mejor parte. Todos lo haríamos, -se oye por
doquier-. Así es imposible crear moral pública compartida. Nadie
está educando en el respeto de lo público. Todas las instancias
de la vida familiar y social estamos fallando en dar valor a lo público,
y en ese magma, los administradores se embarran hasta el cuello. Son lo más
osado, habilidoso y descreído entre el común que niega ese valor moral de lo
público.
Una
clave más. En todos los lugares de Europa hay mucha competencia, pero en
nuestra cultural social, para lograr algo, además de esa competencia leal, vale
todo; las estrategias más irrespetuosas son parte del plan de ataque. La trampa
es parte del juego. Del deporte ha saltado a la vida social en cuanto tal (o a
la vez, no lo sé). Se acepta que todos lo harían, porque éste es un país de
“listos” -se alega con orgullo- no de “mojigatos”, de “gente que sabe vivir” y
“aprovechar para sí las ocasiones”. Esto se extiende hasta el infinito por
todas las profesiones y la gente lo da por supuesto. Así, es muy difícil no
crear una sima cultural para el bien público y común como algo tomado en
serio.
Prosigo
en la misma clave. El que manda está ahí, lo tiene casi todo a su alcance, y
reclama de los subordinados su cuota parte de provecho y pleitesía. Se cuela en
la política profesional gente muy servil y ególatra. Se extiende la idea de que
es un juego de estrategias de poder del tú o yo, nosotros o vosotros. Así hasta
hoy, sin límites claros en reglas y actitudes. El resultado y en general, una
clase política “enfermiza” en su egolatría, muy ideologizada, conspiradora, sin
capacidad de autocrítica y de denuncia hacia lo peor de entre ellos.
Por
fin, último círculo, las estructuras de poder político democrático, tan
frágiles, tan nutridas del pasado franquista, tan pilladas muchas autoridades y
élites sociales por silencios mutuos que duran docenas de años, con tanto
dinero alrededor, y partícipes no pocos de esa cultura pública tramposa –ser
listos- la situación es una bomba de relojería. Desde el Rey (emérito) para
abajo, buena parte de la clase política con alguna responsabilidad, por acción
u omisión, está pillada. Los alevines de los partidos
esperan lógicamente su oportunidad.
De
acuerdo, no todos; muchos, tantos que vician al conjunto y lo
pervierten sin remedio. El problema son ellos, sí, pero lo son en la cultura
del desprecio de lo público, de la dignidad que vale en lo público,
como vale en lo personal y familiar; y por ahí -cuando lo de todos no es de
nadie y la trampa es parte del juego político (y social)- , nace una perversión
que reglas, leyes y estructuras no consiguen contener. Hasta los intérpretes de
las reglas y controles pierden la noción de la ética pública y son parte del
decorado.
Urge
aplicar las leyes con rigor y justicia, y urge defender una cultura
de lo público y social sin trampas y como algo tan decisivo y “mío”,
como mi propiedad, mi casa y mi conciencia.
Algo
así
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